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LA LEYENDA DEL MORO,

relato de Susana Fontán



Cuenta la leyenda que en tiempos de la Reconquista, cuando los cántabros se hicieron fuertes atrincherados en la peña, un grupo de soldados moros fue aniquilado en el paso de la Hermida. El único superviviente, un joven artesano guarnicionero que les daba apoyo, perdió la orientación y anduvo sin rumbo, helado de frío, evitando las poblaciones, y robando comida por las noches. Sabía bien que la salida hacia la costa estaba vigilada en el paso del río Deva, y no tenía otra solución que intentar el regreso hacia el interior, por las montañas de León. Por desgracia, el viento castellano golpeaba con demasiada fuerza y corría el riesgo de extraviarse de nuevo, en una larga marcha que podría acabar con su vida, debilitado como estaba. Entrada a la cueva del Moro. Pulse para verlo más grandeTras varios días de duro caminar consiguió refugiarse en una pequeña cueva, cerca de las altas peñas de Somo. Desde aquella altura el pobre Omar se sentía a salvo y tenía buena vista del valle, pero cuando terminó el temporal, descubrió que el camino de Valdeón estaba intransitable por la nieve y el hielo, y se vio obligado a prepararse para una larga estancia, que bien pudiera durar un mes o más.

Pero los alimentos disminuían de día en día, y su situación se veía gravemente comprometida. Como no podía continuar así por más tiempo, decidió bajar a la aldea cercana, y con ayuda de la oscuridad de la noche, hacerse con algunas provisiones para poder resistir un poco más.

Aquella fría noche había una luna fantasmal, el paredón de la peña se recortaba como un gigante agazapado y amenazador. Arrebujado en su manto, Omar emprendió la bajada hacia las casas de los vecinos que hasta ahora se habían librado de los ataques de los moros, y vivían relativamente tranquilos, amparados en sus vidas sencillas.

Caminaba sobre la nieve, al borde del sendero donde algunos hierbajos ocultaban sus huellas, y al cabo de un rato, ya podía percibir el olor cálido y acogedor de la leña quemada, pues había lumbre prendida en todas las casas. Hambriento, se dirigió a la primera cuadra que encontró, cauteloso entre las sombras. Había una sola vaca dentro, y Omar entró con todo cuidado. Acostumbrada a la gente, la vaca se acercó confiada, y el pobre morito acercó sus manos para calentarse con las ubres, a la vez que la ordeñaba con suavidad sobre un cubo que había en la cuadra. Varias veces se interrumpió, para deleitarse con la leche caliente, hasta que notó que su sufrido estómago entraba en calor. Sobre unas tablas había unos quesucos en maduración, fuera del alcance de los cuernos de la vaca, y metió un par de ellos en la alforja y añadió un pellejo con toda la leche que pudo.

En la vivienda junto a la cuadra sonaban las voces y las risas de la familia que se calentaba junto a la lumbre. Pendiente de cualquier ruido que le alertara de haber sido descubierto, con curiosidad se acercó a una ventana. Una mujer joven y un hombre mayor compartían la cena, junto a dos niños que jugaban en el suelo. Sobre la mesa, había un caldero con un guiso de carne y verduras de apetitoso aspecto, además de un pan grueso y redondo. Todos parecían felices.

Omar se sintió más solo que nunca, y la nostalgia de los suyos le dolía muy dentro, como un nudo que le apretaba el corazón. Pensaba en la necedad del hombre, enredado en aquella contienda tan cruel como innecesaria, sin saber que duraría todavía unos cuantos siglos. Suspirando, recogió apresuradamente sus cosas, y emprendió el regreso a su guarida, sin darse cuenta de que sobre la tabla de los quesos quedaba su cuchillo dentro de su vaina de cuero repujado árabe, delatando su visita.

A la mañana siguiente, tras una noche tranquila por haber comido algo, se dio cuenta del olvido y presa del miedo estuvo asomado a una pequeña oquedad que a modo de ventana tenía la gruta, temiendo que en cualquier momento vinieran a buscarle para darle muerte. Sin embargo no hubo nada fuera de lo normal. El día transcurrió tranquilo y el espléndido sol de invierno provocaba destellos en la nieve que le distraían en su larga jornada de silencio y frío.

Vacas en una cuadra. Pulse para verlo más grande Al llegar la noche, se abrigó bien, y bajó de nuevo al pueblo para recoger su cuchillo. A lo mejor había pasado inadvertido, ya que los quesos se dejaban en reposo por largo tiempo. La escena del día anterior se repitió, las chimeneas humeando, las casas cerradas, la cuadra esperándole… Omar entró con cuidado, y palpando en la oscuridad acarició a la vaca, susurrándole en su idioma. Se acercó a los tablones donde estaban los quesos y buscó a tientas su cuchillo. Efectivamente, allí estaba, pero algo había cambiado, ya que el cuchillo reposaba sobre un gran pan.

Miró asustado a su alrededor, y no vio a nadie, pero de pronto oyó una voz suave de hombre, con fuerte acento montañés: "Te esperábamos Moro, no queríamos ir a buscarte para que no te jugaras la vida escapando en el hielo. Hay un paso por Los Arrudos, pero es peligroso y hace mucho frío ahí fuera". Omar se echó a sus pies: "Haz de mí lo que quieras no puedo seguir huyendo, moriré de frío y de hambre, acaba conmigo aquí mismo."

"Nada de eso Moro" le dijo el hombre, "Bastantes muertes ha habido ya y tú mismo no tienes buen aspecto. Te necesitamos vivo y a nuestro lado, está siendo un mal año para todos, todas las manos son necesarias, hemos perdido demasiados hombres en la guerra, y los que hemos vuelto estamos en malas condiciones" le dijo mientras Omar veía que le faltaba un brazo.

"Me llamo Turno y éste es el trato: tendrás alojamiento y comida en la cuadra. A cambio trabajarás para todos. Ahora comerás y descansarás un rato hasta que amanezca. Este pueblo lo hicieron en verano, por eso en invierno es oscuro y frío, así que hay que mantenerse ocupado lo más posible. No te hagas ilusiones, la vida no será fácil, pero tienes un refugio. Si me robas otra vez o nos haces daño a alguno te abandonaré en el hielo y ya sabes lo que es eso. Cuando marche la nieve te irás."

Y con esas palabras salió dejándole en la cuadra con algo de comida y un jarro de agua que no tardó en congelarse. Omar se arrebujó en su manto, y se fue calmando. El silencio, el calor de la cuadra y el estómago lleno le sosegaban. Al poco rato se había quedado dormido y soñó con el sol de su Córdoba, y el calor del verano.

Empezaba a clarear cuando Turno vino a buscarle. "Vamos Moro" le dijo, "hay que arreglar un tejado." Se les unieron otros del pueblo, pero eran demasiado niños o demasiado viejos, faltaban los hombres jóvenes. Ninguno hizo el menor gesto de sorpresa al ver a Omar. Estuvieron trabajando todo el día, quitando la nieve primero, y después las tejas, para sustituir los travesaños podridos por otros sanos, y después las tejas otra vez. A media tarde ya estaba helando con fuerza, y Omar se fue a la cuadra, donde Turno le llevó un guiso de fríjoles, un pedazo de pan y unas manzanas. Cansado por el trabajo pero más animado, Omar se distrajo un rato tallando un pequeño madero con su cuchillo pero no tardó en dormirse. Del madero nació como por encanto un pequeño invernal con el tejado de filigrana.

La mañana siguiente de camino al trabajo dejó la casita junto a la ventana de la casa de Turno. Había que arreglar un muro que se había derrumbado, y descubrió que picar piedra era un oficio universal, conocido también por su gente. Esa tarde, talló una presoria, con hojas de serbal entrelazadas, como un collar de fiesta. Y así cebando el ganado, limpiando cuadras, acarreando abono, pasaba el tiempo helado de los meses del invierno trabajando sin parar. Todas las noches, con su cuchillo daba forma delicadamente a la tosca madera adornándola con relieves y trenzados, con su arte del sur. Cada día una tarea, y con ella una figura, en la que reflejaba la esperanza de volver a su tierra. Y cada mañana dejaba su regalo en la ventana de un vecino, donde las familias permanecían a salvo precisamente de lo que Omar significaba. Pero cuando pasaron unas semanas los niños del pueblo venían a verle tallar sus miniaturas. "Moro hazme una campana" le decían "Moro, yo quiero una flor", "Moro para mí una espada". Omar paciente les entretenía todas las tardes, cerca de la lumbre, mientras les hablaba con su extraño acento de su tierra lejana, de los minaretes, de las aceitunas, del calor.

Fue feliz aquel invierno, nunca del todo aceptado, pero se sintió parte de la comunidad, hasta que los días fueron alargando y llegó el día de su marcha. Turno fue a buscarle como todos los días, pero traía otra cara, la cara del adiós. "Mañana es día de mercado en la villa, bajaremos los quesos y después te irás. Moro, eres un buen hombre, márchate a tu casa, ten tu propia familia y vive en paz con tu gente."

Cargaron los quesos en los cuévanos del burro, y salieron de la cuadra. Antes de cruzar el puente se dio cuenta de que todo el pueblo había salido a decirle adiós, y todos tenían en sus manos una figura, una por cada día que Omar había estado allí con ellos, una por cada día de labor y de fraternidad entre personas sencillas y humildes. El Moro se detuvo con cada uno, y se llevaba la mano al corazón, al tiempo que hacía un gesto de agradecimiento con la cabeza. Durante todo el camino a Potes fueron callados, ambos compartiendo el silencio que sólo la amistad entiende. Al llegar a la Villa se estaban preparando los puestos del mercado del día siguiente, Turno miró a Omar a los ojos y parecía que iba a retenerle, pero en su voz algo se quebró y le dijo "Vamos Moro, vete hombre, vete de una vez". Antes de emprender el camino de Piedrasluengas, el Moro le dio a Turno su última talla, la silueta de Peña Remoña, con Campodaves en sus faldas, y el pespunte de un estrecho sendero que trepaba zigzagueando por el borde de la Canal del Embudo hacia la Vega de Liordes con la Padiorna mirando desde su atalaya al otro lado.

Nunca más volvieron a verle, pero en cada casa del pueblo durante mucho tiempo había una figurita de madera sobre la trébede, cuyo origen sólo los más ancianos recordaban, aunque después de varias generaciones la historia se fue olvidando. Sin embargo, aún hoy se puede visitar la Cueva del Moro, con la ventana medio oculta en la pared de roca desde la que Omar vigilaba el camino, y en la que hay una mesa de piedra donde dormía y tallaba sus figuras antes de ser acogido por un pueblo que por encima de todo creía en el verdadero valor de las personas.


Susana Fontán - 2010